Otra oportunidad histórica que desaprovechamos
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Que las condiciones macroeconómicas sean favorables, la tasa efectiva de tributación sea competitiva y al mismo tiempo los indicadores de recaudo fiscal muestren tendencias históricas positivas no es algo que se presente muy a menudo. La oportunidad para simplificar - verdaderamente - los impuestos sobre la renta e IVA, introducir modificaciones sustanciales al régimen de los impuestos que en la actualidad atentan contra la capitalización empresarial y el acceso a los mecanismos de financiación, se ha perdido.
También queda en veremos la presentación de normas que, de una parte, acompasen la tributación nacional con la territorial - considerando la presión fiscal a la que se encuentran sujetos algunos contribuyentes - y, de otra, delimiten con precisión las competencias de las entidades territoriales en materia fiscal que garanticen que éstas, sin excesos, puedan asegurar los recursos suficientes para satisfacer sus necesidades y pongan freno a los niveles crecientes de litigiosidad en materia de los tributos administrados por ellas que suponen un altísimo costo para el Estado, transgreden el derecho de los contribuyentes a una pronta resolución de sus conflictos y que en mucho atentan contra la tan anhelada seguridad jurídica; esperemos que no nos tengamos que arrepentir más adelante.
Tras algo más de semana y media de haber sido radicada la reforma tributaria mucho se ha dicho - a favor y en contra - sobre su contenido, razón por la cual, presentar un resumen de sus aspectos relevantes sería, como se dice popularmente, llover sobre mojado. Es esta la oportunidad, entonces, para hacer hincapié en ciertos aspectos de la esencia del proyecto que plantean un posible enfrentamiento entre dos preciados bienes jurídicos: la eficiencia administrativa y la seguridad jurídica.
Sin duda y así debe reconocerse, el proyecto refleja un esfuerzo importante del Gobierno Nacional por acercar nuestro impuesto sobre la renta a las tendencias propias del derecho internacional tributario y, de alguna manera, por cumplir con la OCDE. Como bien se sabe, el texto radicado incluye normas antievasión y antielusión - que procuran delimitar el alcance de lo que debe entenderse por evasión, elusión y planeación fiscal - relacionadas con paraísos fiscales, reorganizaciones empresariales, ventas indirectas de acciones, residencia para efectos fiscales, criterios de vinculación económica y, reglas de capitalización delgada, entre otras. Con todo, vale la pena preguntarse si la técnica legislativa utilizada en algunas de estas normas es la precisa para el ordenamiento fiscal colombiano y más aún si la Autoridad Tributaria, a la cual se le otorgan amplísimas facultades en materia de fiscalización, está preparada para la correcta aplicación de las normas (eficiencia administrativa), sin desmedro de las garantías del contribuyente (seguridad jurídica). La introducción de una cláusula general antiabuso como la propuesta consistente en la posibilidad que tendrá la Autoridad Tributaria (representada por un cuerpo colegiado compuesto por el Director de la DIAN, el Director de Gestión de Fiscalización, un delegado del Ministerio de Hacienda y un delegado de la Superintendencia a la que corresponda la inspección o vigilancia) de desconocer los efectos de operaciones realizadas por los contribuyentes y el traslado de la carga de la prueba en cabeza de éstos quienes se verán obligados a probar la inexistencia del abuso de las formas legales, implica dotar a un solo extremo de la relación jurídico - tributaria de mecanismos tan poderosos que podrían traducirse en prácticas nocivas, máxime si se tiene en cuenta que ni siquiera se menciona la participación del defensor del contribuyente.
De esta forma, en aras de propender por un mayor recaudo e incrementar la eficiencia del impuesto sobre la renta, una norma como la mencionada con una redacción tan amplia, puede generar actos violatorios de los principios constitucionales de seguridad jurídica, buena fe, debido proceso y equidad orientadores de nuestro régimen tributario. Ojalá, que de aprobarse, no se haga cierto el adagio popular según el cual “no existe perversidad más dañina que la que se ejerce en nombre de las buenas intenciones”.