Un país condenado
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Como vamos, nuestros problemas y flagelos se resolverán -en el mejor de los casos- en 200 años, bien entrada la noche, por supuesto. Estamos realmente mal: Colombia dista mucho de ser una nación justa, moderna y segura, como pretende hacerlo creer el presidente Santos, con una perorata interminable que no se la cree ni él mismo.
Esta semana conocí el aterrador caso de la familia Padilla Ortega, oriunda del municipio de Valencia en el departamento de Córdoba. Los paramilitares y las Bacrim exterminaron a diez hermanos y a sus padres (a estos últimos les prendieron fuego en su propia casa). Los hijos contaron con mejor suerte que sus progenitores: los ultimaron a bala. Los pocos miembros de la familia que lograron salvarse fueron desplazados por esa violencia delirante y debieron dejar una vida medianamente cómoda en la tierra en que nacieron, para vivir de la caridad y casi en la indigencia en latitudes lejanas y hostiles.
La maldición de los Padilla Ortega consistió en ser dueños de una finca ganadera en el Urabá, que trabajaron por años con esfuerzo y dedicación, terreno que resultaba estratégico para los grupos ilegales, ya que era y sigue siendo utilizado como corredor para mover drogas y armas. La última víctima de esta sufrida familia fue asesinada en noviembre del año pasado, y el Estado colombiano -hasta este momento- ni se ha inmutado ante semejante horror. Los Padilla Ortega fueron victimizados por las Autodefensas (cuyos jefes de la zona ya reconocieron su responsabilidad en los hechos en el marco de justicia y paz) y revictimizados por los Urabeños, que hoy día son los amos y señores de la región y usufructúan la finca, haciendo con ella las mismas fechorías que antaño los “paracos” aplicaban.
Digamos, en gracia de discusión, que mal podría exigírsele a grupos ilegales que respeten los derechos humanos y las garantías mínimas de la población civil, pues quien está por fuera de la ley, obviamente la inobserva. ¡Qué lástima, no es el deber ser, pero sí la realidad! Lo que bajo ninguna circunstancia puede ocurrir es que en una supuesta democracia el Estado y los gobiernos de turno abandonen a su suerte a la gente que ha sufrido con creces y en carne propia las inclemencias de un conflicto armado fratricida y miserable. Ese solo hecho es más infame e inmoral que el daño causado por los autores materiales de la agresión, cualquiera que esta sea.
La historia de los Padilla Ortega se repite diario en toda la geografía nacional, mientras la sociedad en pleno se hace la de la “vista gorda”. La prueba de que hemos fracasado como conglomerado humano y Nación es que en pleno siglo XXI se siguen cometiendo en Colombia crímenes tan atroces como los que en la Edad Media se perpetraban en Europa.
Si a lo anterior le sumamos el desquicio de la justicia, la corrupción en los cuarteles, la prostitución de la política, el abuso del poder, las ansias insaciables de la empresa privada, la exclusión social, la desigualdad rampante, el odio que pulula en el ambiente, la envidia que contamina el alma, la violencia que corre por nuestras venas, y la venganza que es fuente de la colombianidad, creo, firmemente, que estamos condenados al desastre como país y sociedad, y mucho me temo que esa pena quedará en firme porque ya hemos agotado todos los recursos.
La ñapa I. El joven representante cordobés David Barguil es de lejos uno de los mejores parlamentarios que tiene el país. El ofrecimiento que le hizo Marta Lucía Ramírez para que fuera su fórmula vicepresidencial es prueba de ello. Barguil está para grandes cosas, debemos apoyarlo y protegerlo.
La ñapa II. El silencio cómplice de la OEA ante la crisis de Venezuela da asco.