Reforma a la reforma
23 de mayo de 2019Contenido
La justicia es un servicio público como cualquier otro, sobre el cual puede haber mediciones de múltiples características. Sin embargo, ninguna calificación refleja mejor su estado de calidad, competitividad o eficiacia que los índices de percepción que la propia ciudadanía tiene sobre ella.
En ese gran universo que representa la justicia, dividida por especialidades en nuestro sistema de normas (civil, laboral, administrativa...), es la penal la que tiene el mayor impacto en la percepción que la opinión pública tiene sobre su calidad eficacia. Esto, por una razón elemental: no hay que experimentar un juicio en carne propia para interesarse sobre el avance de un proceso penal. En cambio, la opinión pública, probablemente ningún interés tenga en conocer el desenlace de una restitución de inmueble arrendado o el de un ejecutivo laboral.
El éxito del seriado que reciéntemente publicó Netflix sobre la historia de Luis Andrés Colmenares lo confirma así, como también confirma la menos célebre conclusión a la que llegaron los guionistas y a la que seguramente llegó la gran mayoría de los televidentes: nuestro sistema judicial no supo descubrir en qué circusntancias murió el protagonista. De casos como el de Colmenares surge la desconfianza que existe sobre nuestro sistema, porque aunque la mini-serie tenga un poco de documental y otro poco de ficción, la percepción general sobre la administración de justicia, trátese de casos emblemáticos o de aquellos que atañen únicamente a ciudadanos ‘de a pie’, gira sobre un consenso: el sistema es corrupto o es inepto.
Como usuario de la justicia, y particularmente de la penal, me corresponde no solo defender a cientos de servidores públicos que realizan enormes sacrificios para brindar a los usuarios una resolución pronta a sus conflictos a través de una calidad profesional impecable en sus actuaciones. Así mismo, también me corresponde presentar sus problemas de forma analítica, sin generalismos; pero después de estos años de ejercicio estoy convencido de que el principal problema de la justicia penal colombiana es la policía judicial.
El sistema penal acusatorio, que se introdujo a este país como un cajón que no cierra, tiene un defecto crítico que a nadie parece interesarle, pues la Policía era la institución que mayor fortaleza presupuestal, técnica y humana debía recibir por su valor estratégico. A partir del 1º de enero de 2005 nuestros fiscales administran investigaciones, no las ejecutan. En cambio, los investigadores, sí.
Es común ver en los complejos judiciales del país cómo se concentran en enormes salones, decenas de funcionarios con funciones de policía judicial pertenecientes a una cantidad de acrónimos (CTI, Dijin, Sijin, Ponal, etc.), donde el común denominador es su falta de capacitación, que va desde carencia de educación sobre fenómenos criminales complejos hasta la falta elemental de ortografía. Ni qué hablar de los recursos técnicos y económicos.
Un fiscal, puede tener una carga laboral promedio de 2000 carpetas (cada una responde a un caso), y a cada despacho le es asignado, en teoría, un investigador. Lo llamativo, es que un investigador puede recibir órdenes de trabajo de dos o más despachos simultáneamente. Haga usted la cuenta.
Mientras la represión judicial se devora los indicadores de gestión de la justicia penal como un parásito, muchos insisten en una nueva reforma a la justicia que se limita a modificar la forma de elección de los magistrados de las Cortes.