Ética por adhesión: cuando la buena intención se vuelve exceso
23 de julio de 2025Contenido
Cuenta una fábula que una rana quiso protegerse de las serpientes del pantano. Así que impuso a todas las criaturas que desearan cruzar su orilla un juramento: prometer que ni ellas, ni sus parientes, ni sus amigos o conocidos, tenían vínculo alguno con ninguna serpiente. Algunos intentaron cumplir, pero ninguno pudo demostrar lo indemostrable, así que nadie cruzó la orilla, y la rana, rodeada de normas pero sin aliados, murió de hambre y soledad.
La fábula, aunque absurda, ilustra una práctica común en ciertos contratos: la imposición, como condición de vinculación, de declaraciones impracticables o de adhesiones incondicionales a códigos de ética, conducta o de gobierno que no siempre son compatibles con los de la contraparte contractual.
Exigencias de ese tipo, además de costos de transacción, generan el efecto contrario: algunos optan por verificaciones mediocres; otros, simplemente, adherir a ciegas sin revisar veracidad o compatibilidad con sus políticas. Y aunque esta práctica suele justificarse como un esfuerzo por asegurar relaciones íntegras, muchas veces deriva en cláusulas desproporcionadas y obligaciones jurídicas que alteran el equilibrio entre las partes.
En procesos de vinculación contractual (públicos y privados) veo cada vez más declaraciones de este tipo: “ninguno de los socios, administradores o empleados de la compañía guarda parentesco (incluye primos, cuñados, tíos o suegros) con empleados de la entidad contratante” ¿Cómo puede una empresa garantizar tal afirmación sin violar la privacidad de accionistas o empleados, o sin iniciar una pesquisa genealógica inviable? En otro caso, la exigencia no se limitaba a vínculos de parentesco, sino además de “amistad cercana” entre empleados y contratistas de cada compañía ¿Qué sucede si cada empresa tiene quinientos empleados? ¿Cómo verificarlo? Estas prácticas exceden el deber de diligencia y desconocen la protección de datos personales. Pretenden controlar la red de relaciones humanas y profesionales de personas ajenas bajo pena de exclusión, distorsionando por completo la lógica del conflicto de interés.
Lo preocupante es que estas declaraciones vienen acompañadas de advertencias: terminación del vínculo, exclusión o sanciones disciplinarias, y todo bajo un marco que no ha sido objeto de negociación. Mucho de esto encuentra su origen en regímenes normativos de inhabilidades mal concebidos, que han contaminado prácticas privadas con presunciones de mala fe estructural.
A ello se suma el uso de cláusulas de adhesión ciega a códigos y políticas de la contraparte, sin revisar su compatibilidad con el marco regulatorio aplicable, las políticas del contratista o el entorno sectorial. Esta práctica genera injerencias en la autonomía empresarial, dificulta el cumplimiento normativo propio (o riesgo de cumplimiento cruzado) y amplía deberes contractuales más allá de lo negociado.
Nadie duda de la necesidad de fijar estándares éticos en los negocios. Pero trasladar al aliado comercial el deber de garantizar principios internos ajenos, sin límites ni salvaguardas, no solo es jurídicamente cuestionable, sino contractualmente ineficaz. Lo ético no puede imponerse por adhesión: debe construirse desde la confianza mutua, el respeto a la autonomía y el equilibrio normativo.
Promover principios es deseable. Pero convertir lo ético en una trampa de desconfianza solo conduce, como en la fábula, a quedarse solo en la orilla. Protegido, sí, pero desconectado de los demás. Y finalmente, estancado.