Harvard y escuela de Chicago. Que entre el diablo y escoja.
23 de agosto de 2021Contenido
En la década de 1960, los estudiosos de la escuela de Harvard partieron del supuesto de que las empresas con poder de mercado eran propensas a actuar de manera anticompetitiva, impactando negativamente a los mercados.
En su concepto, lo anterior hacía necesario presumir la ilegalidad de las conductas anticompetitivas, pues sólo de ese modo, la libre competencia podría cumplir con su función social de proteger el bienestar de los consumidores.
Los postulados de la escuela de Harvard fueron ampliamente acogidos por las autoridades judiciales de Estados Unidos quienes presumían la ilegalidad de los acuerdos e integraciones, más allá de que estas conductas pudiesen fomentar la productividad o mejorar la calidad de los productos que se ofrecían a los consumidores.
A finales de la década de los 70, las ideas de la escuela de Harvard fueron perdiendo vigencia ante los nuevos postulados de la escuela de Chicago, quienes adujeron que la defensa de la libre competencia no podía hacerse de una manera tan proteccionista y dogmática, razón por la que debía eliminarse la presunción de ilegalidad atada al poder de mercado.
Hace 16 años, el profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Pensilvania, Herbert Hovenkamp afirmó que, “el objetivo de las normas antitrust es muy claro: maximizar el bienestar del consumidor”.
Toda esta dinámica ha desembocado en una discusión sobre el objetivo central de las leyes antimonopolio, conocida como el “debate post-Chicago”.
Se discute si la protección del proceso competitivo es el objetivo primigenio de la política antitrust, o si más bien el núcleo esencial de esa política debe girar en torno de la protección del bienestar del consumidor.
Warren Grimes sostiene, sobre el particular, que “proteger el proceso competitivo no es una panacea para las leyes antimonopolio y no resolverá todos los conflictos. Por su parte, los litigantes y jueces seguirán utilizando el lenguaje y el enfoque del bienestar del consumidor”.
Concluye Grimes que las Autoridades de competencia deberán encontrar un equilibrio frente a la necesidad de salvaguardar la competencia y los consumidores en cada una de las investigaciones que realicen, tal como ha ocurrido en la UE.
Un caso emblemático, en ese sentido, fue el de la sanción de 2.424 millones de euros que, el 27 de junio de 2017, impuso la Comisión, a Google por abusar de su posición dominante, al favorecer su servicio comparativo de compras en sus resultados de búsqueda sobre otros sistemas.
Según la Comisión Google i) negó a otras empresas la oportunidad de competir y ii) a los consumidores europeos la oportunidad de elegir.
En contraste con lo anterior, la Comisión Federal de Comercio de los EE.UU. en investigación realizada en 2013, había desestimado los cargos frente a los mismos hechos. El análisis de esta Autoridad se centró en determinar si Google había cambiado sus resultados de búsqueda con el objetivo de excluir competidores reales o potenciales y de inhibir el proceso competitivo, o si más bien lo hizo para mejorar la calidad de sus servicios. Al respecto concluyó que el objetivo que había perseguido Google con estas modificaciones no era otro que responder rápidamente y satisfacer de una mejor manera las consultas de búsqueda de sus usuarios y que cualquier perjuicio causado a sus competidores era un efecto adverso inherente al proceso competitivo que la ley promueve.
Se concluye aquí que por el momento lo único claro es que va a correr mucha agua debajo del puente antes de que este asunto devenga en un tema pacifico.