Por qué el cambio en la negociación colectiva no le conviene a Colombia
25 de noviembre de 2025Contenido
Un proyecto de decreto pretende subrogar el Capítulo 7 del Decreto 1072 de 2015 y, de paso, rediseñar de raíz el régimen de negociación colectiva en Colombia. No es una actualización técnica: es un viraje que excede la potestad reglamentaria del Ejecutivo y desatiende la realidad socioeconómica del país. La negociación colectiva es pilar del diálogo social, consagrada en la Constitución y en los Convenios 87, 98 y 154 de la OIT. Por su trascendencia, su arquitectura debe emanar del legislador y partir de cómo funciona realmente nuestra economía, no de un molde importado.
La propuesta impulsa una negociación por industria y “por niveles” (empresa, sector, rama o geografía, entre otros) con pliegos unificados y efectos obligatorios extensos. En teoría suena ordenado; en la práctica, desconoce dos hechos elementales: Colombia no es un país industrializado y su tejido empresarial es mayoritariamente MIPYME. Además, la sindicalización privada es baja. Pasar de negociar en cada empresa, según su situación concreta, a pactar en mesas sectoriales que terminarían obligando por igual a pequeños y grandes, reconfigura el modelo sin atender las asimetrías de productividad, estructura de costos y capacidad de cumplimiento.
Los datos lo confirman: alrededor del 95 % de las empresas del país son MIPYME y generan el 65 % del empleo formal; en las zonas rurales la informalidad alcanza el 83 % y la afiliación sindical privada no supera el 5 %. Pretender elevar la sindicalización con un esquema impuesto supone injerencia indebida en la libertad de asociación, positiva y negativa, y, peor aún, traslada cargas desproporcionadas a quienes menos músculo tienen para soportarlas. Si el propósito es fortalecer el diálogo social, el camino no puede ser la homogeneización compulsiva.
A lo anterior se suman vacíos críticos de diseño y gobernanza. El proyecto no define con claridad qué es un “sector” ni quién sería su “cabeza” representativa; en la economía real hay actividades superpuestas y empresas presentes en varias industrias. Se anuncia una negociación a nivel país con pliego unificado, pero no hay reglas de representación ni umbrales verificables, menos aún mecanismos confiables para acreditar afiliación en contextos de alta informalidad. Tampoco se prevén cláusulas de adaptabilidad o “descuelgue” que permitan a empresas con limitaciones reales apartarse, bajo condiciones verificables, de compromisos sectoriales que comprometan su viabilidad. Y se insinúa la extensión “erga omnes” de convenciones a no intervinientes sin parámetros claros sobre consentimiento y libertad de empresa. Trasladar estas decisiones a la discrecionalidad de mesas y autoridades erosiona la seguridad jurídica.
Las consecuencias de avanzar sin corregir estas fallas son previsibles: mayor judicialización, conflictividad y deterioro del clima de inversión. Una negociación por niveles, pensada para economías altamente industrializadas, puede imponer a las MIPYME obligaciones negociadas por grandes jugadores, profundizando la desigualdad competitiva. No sería extraño ver cierres, despidos y, con ello, más informalidad. El remedio saldría más caro que la enfermedad.
Hay, además, un punto particularmente preocupante: el proyecto sugiere que todos los trabajadores del sector serían beneficiarios obligatorios de las convenciones, sin posibilidad de renunciar a sus efectos. En la práctica, ello forzaría aportes económicos a organizaciones sindicales sin mediación de consentimiento individual, incentivaría la concentración en una sola central y podría politizar el movimiento, promoviendo un crecimiento artificial de afiliaciones. Nada de esto robustece el diálogo social ni la democracia sindical.
No es función de un decreto crear un sistema nuevo de negociación. La estabilidad de las relaciones laborales no se decreta: se teje con instituciones robustas, reglas claras y realismo económico. Antes que un salto al vacío, Colombia necesita un debate serio que fortalezca el diálogo social sin sacrificar competitividad ni libertad de asociación. Ese debería ser el norte de cualquier reforma responsable.