Cuentos que no son cuentos
12 de septiembre de 2013
Canal de noticias de Asuntos Legales
Contenido
Como es más que frecuente en nuestro país, hay sobrevuelo y perplejidad porque un señor Manotas Char, asesinó a su vecino porque éste cometió la osadía de reclamarle por extenderse en tiempo y volumen, en una de sus habituales tenidas de alcohol y drogas.
Hoy todo el mundo se deshace en lamentos y a coro todos los afectados advierten que oportunamente habían avisado (a la administración de la copropiedad, a la Policía, al arrendador, al Sagrado Corazón de Jesús y al cura párroco) sin obtener respuesta alguna.
Con los episodios de violencia entre vecinos nuestra sociedad está afrontando una realidad alarmante: sin contar los muchos casos en que el silencio y la resignación son la única alternativa de las víctimas, con frecuencia salen a la luz pública casos aberrantes, en el estrato uno como en el seis.
Tengo cercano conocimiento de uno de esos episodios, muy en el norte de Bogotá, en el que una reclamación fundada, comedida y respetuosa de una pareja, que llevaba meses aguantando los ruidosos ágapes y la conducta ramplona y disoluta de un vecino, culminó en una seria golpiza que le generó secuelas en su salud a los dos reclamantes.
Me consta, de manera directa y personal, que el justo reclamo emprendido por los lesionados ha tenido oídos sordos en la Fiscalía General de la Nación.
Cerca de dos años han transcurrido sin que se haya podido superar la fase de conciliación, porque el agresor y sus compinches han burlado de frente las citaciones, se han excusado con mentiras y hasta han tenido el genuino descaro de constituir un apoderado para que concurra a las citaciones a hacer mofa de la situación, bajo el ominoso silencio de los fiscales que han conocido el caso.
Por el contrario, lejos de proceder con fundamento en la evidencia a su alcance (exámenes, videos, testimonios, libros de minuta de la copropiedad, certificados de incapacidad y diagnóstico de secuelas y varios etcéteras), los mismos funcionarios de la Fiscalía le han indicado a las víctimas que pierden su tiempo, que es mejor no ventilar más el asunto y que, en cuanto a ellos, no ven viable que se haga justicia, ahora, ni nunca.
Movidos ya por el ánimo de confirmar si esa triste admonición es cercana a la realidad, los agredidos han consultado a aquilatados penalistas que han confirmado íntegramente lo que dicen los funcionarios de la Fiscalía: a nadie le interesan esos asuntos, es una respuesta común a varias consultas; no hay medios para hacerlo ni voluntad de investigar, es la otra.
El victimario funge como hombre de bien en el sector financiero. En este, como en la generalidad de los casos se impuso el argumento del terror que la violencia genera en la gente de bien. Los incómodos vecinos empacaron sus haberes y salieron en medio de las carreras, agradecidos por no haber sufrido males mayores.
Como el crimen de Manotas está en boca de todo el mundo, informa la prensa que en Villavicencio un juez penal puso en cintura a un matrimonio muy dado a las celebraciones y que, so pena de procesarlos por varios delitos, les impuso el ejemplar castigo de tener que presentarse ante el juzgado cada vez que se les requiera.
En realidad esa es una noticia: que no haya sido necesaria la muerte de una persona para que se impongan correctivos, así sean inanes.
El impacto social de la violencia entre vecinos es parecido a lo que sucede con los conductores ebrios: no existe la voluntad real de ponerle fin a esa situación y bajo el pretexto de la presunción de inocencia y la tesis pueril de no ser una amenaza para la sociedad, se ha llegado a la paradójica. y desde todo punto de vista inaceptable, situación de premiar el abuso y la grosería como modelos de conducta.
No hace falta consumarse en el estudio del derecho penal, ni de la sociología, ni de ninguna otra ciencia, para comprender que un individuo capaz de agredir al que vive a su lado para imponer su propia manera de ser es, per se, un peligro para la sociedad.
Un cacerolazo lo tienen bien merecido la Policía y la Fiscalía porque su indiferencia las pone frente a la sociedad a favor de estos salvajes cuyos motivos de celebración, sus depresiones o sus adicciones representan un valor más alto que el de las buenas costumbres.
Pero como ya es lección aprendida en Colombia, al asunto habrá que meterle otros muertos más, antes de que alguien se apersone del tema.
Con razón indican las estadísticas, que son la cara vergonzante del mal gobierno, que más del 70% de los colombianos no creen en la administración de justicia.
Todos los días nos tratan de contar cuentos que no son cuentos.