Entre arrogancia del gobernante y necesidad colectiva
17 de julio de 2021Contenido
En mi memoria no encuentro momento alguno en que mis padres o mis profesores del colegio me hayan leído el Código Penal para enseñarme que matar a otra persona era un acto indebido. Tampoco recuerdo alguna conversación en mi infancia relativa a las penas privativas de la libertad referentes al secuestro, al hurto, a la extorsión o a las lesiones personales. Ahora entiendo que no había necesidad de hacerlo pues dichas conductas se volvieron reprochables conforme a la ética, la moral y los principios que gobiernan la especie humana luego de miles de años de evolución y que hoy entendemos como civilización, y no porque así lo establezca una norma legal. Es decir, crecimos entendiendo simplemente las reglas de conducta bajo el simple velo de la moral.
Aquí vale la pena recordar al filósofo austriaco Friedrich von Hayek (1899-1992) y en particular su obra La Fatal Arrogancia, escrito en el ocaso de su vida y que se inmersa en terrenos comunes de la civilización y el progreso de la especie humana. Con una sabiduría envidiable, Hayek explica que la civilización ha evolucionado de manera natural y espontánea, gracias a factores tales como la libertad, el mercado, la convivencia, los idiomas y las creencias. No fueron leyes, decretos o resoluciones las que forjaron la civilización y que ésta no fue un invento per se, sino un entendimiento colectivo, casi imperceptible y casi que de imprevista concepción. Esto es lo que Hayek llama los “órdenes espontáneos” que son resultado de movimientos colectivos impensados y sin planeación alguna, y que fueron motivados por la necesidad de sobrevivir o de superar una condición especial de convivencia. Estos órdenes espontáneos no fueron creados por nadie, sino que fueron surgiendo entre la humanidad basados en experiencias emocionales, intuitivas y físicas y no fueron producto de estudios analíticos hechos por intelectuales, filósofos o gobernantes y menos fueron producto de leyes impuestas por los gobiernos de turno. Esas experiencias fueron cimentando la convivencia pacífica y el progreso de la especie y luego se convirtieron en patrones de conducta para alejarse del hombre caníbal y violento del cual provenimos todos.
Por estos días somos testigos de algunas iniciativas que merecen una reflexión con el telón de fondo que nos muestra Hayek. Por un lado el Presidente sancionó la Ley que establece cadena perpetua a los violadores de menores de edad y al mismo tiempo anunció un proyecto de ley antidisturbios como respuesta a los actos desmedidos de violencia acaecidos en las últimas semanas. Ambos actos, quizás necesarios como discurso político, no cambiarán las conductas reprochables. Ni desaparecerán los violadores de menores ni se eliminarán los disturbios, por una razón: las leyes no cambian los patrones de conducta de los seres humanos. No por penalizar el narcotráfico, las mafias dejarán de existir.
Es por eso que a los gobernantes se les debe pedir más liderazgo y orientación hacia principios y valores éticos, y menos leyes, menos ingeniería arrogante de regular y regular. ¿De qué nos sirven leyes escritas si detrás de ellas no existen la urdimbre ética y de valores que las conduzca a la evolución de nuestra especie? No es que esté en contra de las leyes, sino en contra de la expectativa falsa que con ellas pretenden los gobernantes cumplir el mandato de los ciudadanos. No es políticamente correcto decir que las leyes propuestas no servirán de nada, pues es probable que caigan algunos violadores y revoltosos y paguen por sus crímenes, como debe ser, conforme con el debido proceso, pero ello no cambiará el patrón colectivo. Se ha demostrado todo lo contrario. En este mundo se viola porque tenemos miles de conflictos sociales, familiares y de convivencia, que esta civilización no ha podido atacar eficientemente.
Por ende, es el ejemplo de varios que gracias a su experiencia vivida y sentida, naturalmente en la mayoría de los casos negativa, toman la decisión de caminar en un sentido que los demás siguen y paulatinamente sus actos o creencias se van convirtiendo en un patrón de conducta y toda la sociedad se va moviendo lentamente hacia dicho patrón, como si fuese un transatlántico cambiando lentamente de curso para enfilarse hacia un destino seguro y feliz. Recomiendo que todo el Congreso lea durante las vacaciones a Hayek, ah, y por supuesto que relean al escocés Adam Smith, para que enfilen su energía hacia el punto cardinal correcto.