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Es un hecho notorio que el internet nos ha cambiado la vida, como individuos y como sociedad. Surgido como una necesidad militar, ha copado todas nuestras necesidades, parece que no hubiera actividad que pudiéramos ejercer que no se origine, desarrolle o culmine sin la intervención de un correo o un mensaje de texto. Sin embargo, hemos venido conociendo que esa dependencia no es espontánea y que detrás de la omnipresencia de la red, existe una estrategia para que parezca y sintamos que nuestra vida no tiene sentido sin estar conectados.
¿Cuál es su opinión frente al dilema que se plantea con relación a las redes sociales o, en general, frente a las plataformas tecnológicas?
Con estupor nos hemos enterado, también a través del internet y en plataformas, cómo las grandes empresas tecnológicas han desarrollado estrategias para “enviciarnos” a ellas, de la mano de psicólogos del comportamiento, expertos en mercadeo y toda suerte de perfiles profesionales que de manera consciente diseñan sus esquemas para que no podamos despegarnos de las pantallas, desde los juegos, que ya no solamente son para niños, hasta las redes sociales, pasando por las plataformas de comercio electrónicos.
Esto me recuerda la estrategia de las tabacaleras que ofrecían un producto que sabían adictivo, como un símbolo de clase, elegancia y sensualidad. Desafortunadamente, esa estrategia y la peligrosidad del tabaco fue descubierta muchos años y muertos después, dejando a los estados un problema de salud pública enorme y muchos adictos, pero con la posibilidad de poner en aviso a las nuevas generaciones de los daños del tabaco con agresivas campañas que informan sin ambages que el tabaco no sólo es adictivo, sino que mata.
Por supuesto, que por sí mismo el uso de la tecnología no genera los efectos sobre la salud que genera el tabaco, pero hoy parece haber la suficiente información para concluir que varios productos que se comercializan a través de las redes son diseñados para formar adictos y que esta adicción conduce a la posibilidad de manipular su voluntad. Creo que no exagero cuando me refiero al fenómeno como una adicción, entendido como la afición extrema algo o a alguien.
No ha pasado tanto tiempo como sucedió con el tabaco para conocer esta realidad, pero sí el suficiente para que se hubieren formado poderes que parecen imposibles de controlar, pero no es tarde y parece que los gobiernos se han comenzado a despertar. Hoy ya parece inminente la demanda que va presentar el departamento de estado de los EE.UU. contra Google, que promete ser la batalla jurídica de la década.
En Colombia, este despertar debería ir de la mano de la intervención del estado, no para prohibir, por lo que no creo que haya un dilema, entendido como la situación en que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas, lo que hay es un falso dilema que debe resolverse regulando la actividad y aplicando la ley, ya que es indudable que también las redes sociales, el comercio electrónico y la inteligencia artificial que se genera a partir de la captación de datos, han generado bienestar.
¿Cuál podría ser una propuesta de regulación?
Por el poco espacio de esta columna solo me referiré a una de las temáticas que se debería abordar y es el de la captación de los datos personales, que es una de las grandes preocupaciones. La norma colombiana s e encuentra diseñada a partir de la necesidad de solicitar la autorización expresa del titular de cualquiera de sus datos. Sin embargo, esto de nada sirve.
Nadie, o por lo menos poquísimas personas, se detienen a leer para qué entrega sus datos, qué datos realmente entrega y ni siquiera por qué, no sólo por lo extenso de los términos y condiciones, sino porque sin esa autorización, no puede la persona adquirir el producto (bien, servicio, pertenencia a la red) que requiere.